Paradoja número 1: Vivir para morir
La muerte, esa realidad a la que estamos destinados y que sin embargo evitamos a menudo en nuestra mente, es un tema con una inmensa profundidad, tanto filosófica como psicológica. En este 1 de noviembre, día en que la cultura occidental dedica un espacio a recordar a los fallecidos, considero oportuno mirar de frente a esta inevitable verdad y explorarla desde diversos ángulos.
Nacemos, y nuestro reloj biológico empieza su cuenta atrás. Si nuestra biología tuviera un lema, sería “sobrevivir a toda costa”. Es por eso que la evolución ha diseñado a nuestra especie para adaptarse a todo tipo de circunstancias, desde las amenazas del entorno hasta los memes virales en Internet. Pero, irónicamente, esa misma adaptabilidad es la que promueve nuestra propia mortalidad para dar paso a la “nueva generación” que será aún más apta. Y de alguna manera, parece que la naturaleza nos ha gastado una broma de mal gusto: nos ha hecho conscientes de nuestra mortalidad.
La pregunta es, ¿por qué tememos tanto algo que es tan inevitable como un spoiler de una serie popular? Tal vez porque no se nos ha enseñado a tener una relación sana con la idea de nuestra mortalidad. En lugar de eso, muchos sistemas de creencias nos ofrecen “soluciones eternas” que implican cielos, infiernos y juicios finales, añadiendo más presión a cómo vivir “correctamente”.
Estamos aquí por un tiempo limitado; eso es una verdad universal que no puede ser negada. Pero ¿cómo interpretamos esa finitud?
Si nos acercamos a las filosofías a preguntar, encontramos al el estoicismo que nos enseña que enfrentar y aceptar nuestra mortalidad nos liberar de muchas de las preocupaciones triviales que nos acosan en la vida diaria. Los estoicos, como Séneca y Marco Aurelio, argumentaban que una vida buena es aquella que es coherente con la naturaleza, incluida nuestra propia naturaleza finita. La conciencia de la muerte, entonces, nos ayuda a vivir de una manera que es profundamente auténtica y liberadora. De ahí la frase “Memento Mori”.
En la filosofía yoguica y budista, la muerte no es algo a lo que se teme, sino un proceso natural del ciclo de la vida.
Contrasta esto con la mentalidad occidental, donde el fin de la vida se enfrenta a menudo con un terror paralizante. Pero sea cual sea nuestra posición, hay algo ineludible: la biología del final de la vida. La agonía, ese estado previo a la muerte, se activa como un mecanismo biológico de supervivencia, liberando neuroquímicos que actúan como analgésicos naturales. Este trance ha sido lamentablemente manipulado de manera ignominiosa en varios contextos históricos, lo que nos recuerda que hay dimensiones éticas en la forma en que abordamos la muerte.
Aquí viene la parte que pone los pelos de punta: la agonía. Esta lucha cuerpo a cuerpo entre la vida y la muerte en nuestros últimos momentos es, de hecho, lo que más tememos. Y añadamos a eso el hecho de que en nuestra cultura, donde la juventud y la productividad son veneradas, el envejecimiento es casi un “delito”. ¿El resultado? Asilos llenos de individuos que en algún momento fueron jóvenes, llenos de vida y ahora se consideran “un estorbo”, el edadismo ya tiene nombre
Desde una perspectiva psicológica, el conocimiento de nuestra finitud puede ser una potente herramienta para vivir una vida más auténtica. Tal como lo proponen el estoicismo y ciertas teorías modernas de la psicología, como la teoría de la autodeterminación, la conciencia de la muerte puede motivarnos a buscar lo que realmente valoramos y deseamos.
Ahora hablemos de la calidad de vida. Si te das cuenta de que tu tiempo es limitado, también te das cuenta de que no puedes permitirte una vida mediocre. Y no, no estoy hablando de acumular riquezas o tener una carrera exitosa, a menos que eso sea lo que realmente deseas. Hablo de vivir en tus propios términos, de buscar el bienestar integral. Hay un término japonés, “ikigai”, que significa “razón de ser”, y se ha asociado con una vida más larga y feliz. Buscar tu ikigai te da una razón para levantarte cada mañana, incluso cuando enfrentas la incertidumbre.
No es casualidad que estas antiguas sabidurías resuenen con descubrimientos científicos contemporáneos; después de todo, estamos hablando de las mismas preguntas fundamentales que la humanidad ha estado explorando durante milenios.
Si estamos dispuestos a dejar de lado nuestro ego y aprender de las diversas tradiciones filosóficas y religiosas que han abordado la cuestión de la mortalidad, encontramos que hay una riqueza de estrategias y perspectivas que pueden ayudarnos a vivir una vida más significativa y enriquecedora.
De este modo, este 1 de noviembre nos ofrece una oportunidad no solo para recordar a los que ya no están entre nosotros, sino para mirar al interior y hacer una pausa reflexiva. Una pausa que nos permita considerar todas las facetas de esta compleja realidad, desde lo biológico hasta lo espiritual, y que nos motive a vivir con más propósito, ética y autenticidad.